Migrant Stories

Tras la lluvia

Llueve en la Isla de Taroa; una lluvia tropical cálida, exuberante, que más parece una bendición que un castigo. Lava llevándose la desigualdad. El suelo arenoso borbotea de placer, los techos y tanques de almacenamiento de agua resuenan como en un aplauso.

Estoy a unas 120 millas, es decir, una travesía marítima de 16 horas, de la capital de las Islas Marshall, a medio camino entre el continente asiático y las cercanías de América. Tan lejos al este como el extremo más remoto de Rusia. En un diminuto puntito de coral orlado de palmas, que emerge en medio de millones de kilómetros cuadrados del extenso y poderoso Pacífico.

En su choza de 3 metros cuadrados, Madeline Taribwij se sienta en una estera sobre el duro suelo y sonríe. La casa de una habitación carece de todo mobiliario, lo único que hay es un enorme baúl.

Tiene una sonrisa desdentada pero sus ojos brillan como las gotas de lluvia y cualquier surco de su piel es, sin lugar a dudas, la marca de su sonrisa. La mata salvaje de su cabellera cae libremente por sus hombros, haciendo gala de tonos monocromáticos, que van desde el platino en las raíces hasta un intenso azabache en las puntas.

Madeline, la residente más anciana de Taroa lo ha visto todo en sus 78 años de vida. La sequía que ha asolado la isla en los últimos meses está llegando a su término, pero Madeline sabe que la llegada de las primeras lluvias no significa que se termina el problema.

No es fácil vivir en una isla, por ello, 6 de sus 7 hijos han optado por irse, algunos a Majuro, la capital, otros al lejano Hawái, e incluso a Arkansas, en los Estados Unidos de América. Madeline nos cuenta con una voz gutural y el lenguaje entrecortado de las Islas Marshall “Fui allí por alguna temporada, pero en Arkansas hacía demasiado frío.” Hawái tampoco le gustó, así que, para decepción de sus hijos, volvió a este punto arenoso, para que un día sus restos yazcan bajo la tierra en que vivió. Sus recuerdos más antiguos son de aquéllos obscuros días de la ocupación y liberación de su isla. Relata cómo desde una isla cercana observaba los feroces combates, con bombas que caían en la arena. Incluso ahora, su pequeña casa está al borde de lo que parece una laguna pero que es en realidad el cráter de una explosión.

La ayuda alimentaria ha llegado, proveniente en su mayoría de los Estados Unidos de América, pero también del Japón, con gastos de transporte cofinanciados por las Naciones Unidas. Casi me quedo boquiabierto ante la ironía.

Madeline dice que esta ayuda es bienvenida puesto que, desde que la sequía azotara las islas del norte a principios de este año, escasean los alimentos.

Y añade: “Por cierto, no ha sido un año tan malo como aquél de la guerra, pero a veces tuvimos que caminar largas distancias para conseguir agua.”

Ahora que han llegado las lluvias hay un suministro razonable de agua potable. Lo que más preocupa al Gobierno, a los donantes y a personas como Madeline, es la escasez de cosechas tradicionales.

Los nacionales de las Islas Marshall dependen de los árboles frutales como el banano, el pandanus, el frutipan y el cocotero. Estos árboles se secaron por centenas durante el primer semestre de 2013, dejando a unas 6.500 personas (más del 10% de toda la población, y cerca de la totalidad de la población de las islas norteñas, mayormente remotas) prácticamente sin alimentos.

Las necesidades ahora serán cubiertas por lo menos hasta a finales de este año (véase el informe separado), y hay gestiones en curso para garantizar la capacidad de recuperación y supervivencia a largo plazo de esta comunidad frágil, única y orgullosa.