Migrant Stories

Sacar fuerzas de flaquezas en la frontera

Cuando te ves inmerso en la intensidad y emoción de una situación de desastre en directo, es sorprendente con cuánta facilidad puedes actuar como un robot y dejar que el vaivén, los peligros y el gentío se difumen en el paisaje. Oyes el clamor, sientes el calor y percibes los olores, pero todo parece desvanecerse y quedar en un segundo plano, como si lo que ocurriera a tu alrededor fuese una pantalla de cine y tú sólo te concentras en la tarea que tienes en manos, dando lo mejor de ti pero desconectado de la cacofonía reinante.

Supongo que no puede ser de otra manera. Después de tantos desastres, de haber presenciado tanto sufrimiento ajeno, los trabajadores humanitarios tienen que dejar de lado la perspectiva para poder concentrarse en su labor. Porque cuando sientes que lo que acontece penetra los poros de tu piel sabes que tienes que bloquearlo, dejarlo ahí e impedir que llegue a tu cerebro para que no embarulle tu espíritu ni afecte tu juicio. Se requiere cierto discernimiento, concentrarse en una cosa a la vez: seleccionar, establecer prioridades y reaccionar. Y ello no es posible si tu conciencia te dice a gritos “¡Esto no puede ser!”

Sabes que, tarde en la noche, podrás tomarte una cerveza helada. Tal vez una ducha caliente que te permita sacarte de encima esa capa de caos que recubre tu piel, sentir que se lava y se va por el desagüe, dejándote listo para dormir. Aunque también presientes que, en plena noche el recuerdo agobiante de una tarea inconclusa, de un rostro marcado por el dolor, de un niño abandonado o simplemente la añoranza de un abrazo de tus seres queridos interrumpirán tu sueño.

A veces no aguantas más y tienes que recurrir a tus colegas para que, con tacto y firmeza, te recuerden cuál es tu deber ya que no sirves si estás completamente deprimido porque arrastras a los demás contigo. Por eso hay que dejar que las lágrimas salgan tranquilamente, en privado y aunque seas veterano, no hay que avergonzarse de la emoción que te embarga si ello te ayuda a salir del bache.

Eso me ocurrió la semana pasada en la frontera entre Camboya y Tailandia, en un pequeño pueblo llamado Poi Pet. Suelo darme cuenta cuando entro en terreno emocional peligroso y, afortunadamente, he desarrollado ciertos mecanismos para hacerle frente. (Ahora bien, no es nada fácil cuando veo las fotos de cuerpos de niños cara abajo en el lodo en Myanmar por que no pudieron recorrer los 50 kilómetros que los separaba de la asistencia; los cadáveres alineados en el pavimento en Filipinas; Puerto Príncipe en escombros; o el cliché de un bebé africano con moscas revoloteando alrededor de sus ojos, mamando de un seno rugoso. Entonces no puedo más. ¿Y cómo hago para aguantar? Trabajo, escribo, y exorcizo mis demonios de esa manera, en realidad, de esta manera.)

No había pesadumbre la semana pasada en la frontera cuando decenas de miles de personas descendieron de los autobuses y abarrotaron una rotonda fangosa, en esa paupérrima aldea infestada de moscas de la que nunca más se hablará. Desde allí se dirigirán a distintos lugares, pequeños puntos en el mapa a los que llegarán tras recorrer caminos y senderos, y donde recibirán abrazos, besos y festejos, antes de que la irrefutable realidad cotidiana de que hay más bocas que alimentar se haga patente y se imponga. No hay ningún pesar, tan sólo movimiento, mucho movimiento: personas, camiones, autobuses, bicicletas, taxis, tuk-tuks, perros callejeros, gallinas, soldados, gatos, aguaceros que traen los grises nubarrones y se secan bajo un sol blanquecino provocando oleadas de calor y de aire húmedo y engendrando perlas y collares de sudor que se impregnan en la piel cuando seca el lodo y se convierte en polvo.

Tantas vidas que convergen en un punto. Miles de historias, y miles de fotografías para el comunicador que soy: cuaderno en mano, cámara fotográfica al hombro, y filmadora en el bolsillo. Y cuando todos se abalanzan –impulsados, arrastrados, empujados– a cruzar ese riachuelo maloliente y lleno de desechos que delimita Tailandia y Camboya, hacen lo que hicieron cientos de otros miles cuando Camboya era un vasto campo de matanzas: se convierten en una historia y, entonces, quiera o no, tengo que alcahuetear esa historia a los medios de comunicación.

¿Dónde están los periodistas? Aparte de unos cuantos brillantes jóvenes del Phnom Penh Post todos están sentaditos en Bangkok, ocupándose de las alarmantes crisis en el Iraq y en Ucrania, de las elecciones en el Afganistán, de la apertura del Mundial de Fútbol. Nunca saldrán de eso, puesto que esto —comparativamente— es algo menor, especialmente si nadie muere ni es, abiertamente, objeto de abusos.

Entonces ocurren dos cosas. Dos incidentes que me sacuden y extraen del melancólico letargo en el que estoy sumido y hacen que justifique mi salario.

Primero, me voy con uno de los conductores de la OIM, un hombre de unos 60 años, con una mirada vivaz e inteligente enmarcada de un rostro azotado por el tiempo. Habla khmer, un excelente tailandés, y un muy buen inglés. Aprendió inglés en la escuela de la vida y el tailandés cuando vivió 10 años como refugiado en una cabaña del otro lado de la frontera.

Su semblante se nubla y él musita.

“Perdí 10 años de mi vida. Es terrible ser refugiado.”

No conozco a muchos refugiados que hayan regresado a sus hogares, trayendo consigo sus pertenencias y sus recuerdos. Suelo hablar con los refugiados en el momento de la huida, o en la triste miseria de la vida cotidiana “allí”; a un millón de millas metafóricas de sus corazones y a leguas de la tierra que los define,  su tierra en sufrimiento— los campos, las casas, el buen vecindario resecados por el sol, quemados y aniquilados.

“Es terrible ser refugiado.”

Y luego, veo desfilar los camiones, hacinados de gente, en una masa compacta de cuerpos. No son refugiados, son migrantes que retornan, que huyen del rumor de una amenaza. Se descuelgan de los camiones que llegan a Tailandia, y caen en la calle fangosa, llena basura, cual peces vaciados de un barco pesquero. Esperan, y horas más tarde, aferrados a las bolsas de plástico y de arroz que contienen sus escasas pertenencias terrenales, se suben a otro camión y parten rumbo a las grandes urbes, donde tendrán que encontrar otro medio de transporte que los conduzca por esos caminos y senderos que llevan a sus aldeas.

Tomo algunas fotografías más, hablo con unas cuantas personas y maldigo las otras noticias que impiden que se publique esta historia. Mis colegas —jóvenes camboyanos y camboyanas, un médico de Myanmar, un australiano barbudo de Victoria— están ahí haciendo una labor que cambia y salva vidas. Otros en Bangkok, Phnom Penh y en Ginebra nos urgen a actuar. Yo todo lo que tengo que hacer es presenciar, documentar, y difundir. Y, sin embargo, no logro hacerlo.

Voy a los lugares más inverosímiles —un deslumbrante casino, en medio de toda esta locura, donde resuenan las monedas y docenas de personas se juegan todo lo que poseen— y pido un café. Me siento en la terraza, y observo el paso de los camiones. Cruzo la mirada desconcertada de varias personas y me digo a mi mismo:

Ha llegado el momento de entrar en juego.

Con mi café a medio tomar, y casi sin darme cuenta, tengo el teléfono en mano y estoy llamando a todos los periodistas importantes que conozco. Reniego, acuso, castigo, maldigo, aúllo y suplico. Hay excusas, quizás pertinentes, pero también hay indicios de remordimiento. Los periodistas tienen que estar donde ocurre la noticia, puesto que de ello depende su renombre y su reputación.

El primero en aceptar es CNN. Después Al Jazeera, después la BBC, después Reuters, y luego AFP. El domingo la OIM ocupará primeras planas. La presión ahora está en los gobiernos que tienen que reaccionar y cerciorarse de que se preserve la dignidad de los migrantes. Mientras que yo, pase lo que pase en las canchas del Brasil, puedo decir que en esta rotonda fangosa mi equipo fue inspirador y mejoró mi juego. Buena jugada de la OIM.