Migrant Stories

Pequeñas victorias desde Iraq: Idriss, el apicultor

“Trabajar en lo que a uno le apasiona es de lo mejor que te puede pasar en a vida”, afirma Idriss Najehl, apicultor en la localidad de Abu Khanazeer, en la provincia de Diyala.

“A menudo, el destino te sorprende y la vida puede ser imprevisible.   Nunca hubiera imaginado que en cuestión de pocos años pasaría de ser taxista a convertirme en un profesional de la producción de miel”, explica mientras retira con cuidado la miel de la colmena y nos da para probar.  Le escuchamos con atención, aunque nos mantenemos a una cierta distancia de las abejas.

“Este cambio profesional se lo debo a mi hermano.  O, ¿quizá sería más apropiado decir a sus secuestradores?  O puede que a quien tenga que agradecérselo sea a la OIM”, continúa mientras esboza una sonrisa.

Al ver nuestra cara de confusión, añade: “Es una larga historia.  Les cuento”.

Idriss nos explica que, en 2006, su familia empezó a recibir amenazas de Al Qaeda. “No sé por qué.  No teníamos enemigos, ni nada que ver con la política”, así que siguieron con sus actividades e intentaron ignorar las amenazas.

Sin embargo, con el tiempo, la situación en Diyala empeoró y muchos de sus amigos y familiares empezaron a desaparecer o, peor aún, ser asesinados.  Con frecuencia, los terroristas exigían sobornos a cambio de protección y, concretamente, quienes disponían de buenas fuentes de ingresos se convertían en blancos de intimidaciones y extorsiones. Kussai, el hermano mayor de Idriss, trabajaba por aquel entonces para una petrolera y, a menudo, recibía amenazas de Al Qaeda, quienes le pedían dinero a cambio de protección.

Kussai se negó, una y otra vez, a pagar, hasta un lunes de noviembre, en 2006, cuando no le quedó otra alternativa.  Ese día no regresó a casa del trabajo y, por la noche, Idriss recibió una estremecedora y amenazante llamada telefónica: “Para el miércoles, queremos 30 millones de dinares iraquíes (US$25.000) o te devolveremos a tu hermano en trocitos”.

“Palidecí de terror.  No podía ir a la policía.  En ese momento, carecían de poder y algunos eran corruptos.  Hubiera sido un riesgo demasiado grande.  Pero tenía que hacer todo lo que estuviera en mi mano para salvar a mi hermano”, rememora Idriss.

Esa noche, junto a Muhaned, su hermano menor, empezaron a recaudar el dinero de la fianza. “Teníamos unos 2.000 dinares en metálico y conseguimos otros 4.000 prestados de familiares y amigos, pero ni siquiera rondaba lo que nos pedían.  Estábamos desesperados y sabíamos que los secuestradores no se andaban con chiquitas, así que vendimos todo el oro de la familia.  Solo disponíamos de dos días, no había tiempo para nada más…”, continúa Idriss.

En Iraq, el oro de la familia es Zina y Khazina, es decir, que está ahí tanto para el deleite como para servir de ayuda en tiempos difíciles.  Idriss y Muhaned pidieron a sus esposas que reunieran todas las joyas, monedas y antigüedades heredadas de generación en generación.  A la mañana siguiente, los dos hermanos vendieron todo esto y también los pendientes, collares y anillos de sus esposas.

“El comprador de oro sabía que necesitábamos el dinero urgentemente y solo nos ofreció la mitad del valor de las joyas.  Como no me quedaba otra, al día siguiente vendí también mi taxi, aunque eso significara perder mi trabajo, mi inversión y el único modo de mantener a mi familia… Pero no podía hacer otra cosa”, expone Idriss.

Con lo que le dieron por el taxi, logró reunir el dinero que necesitaba para el rescate de su hermano, a quien liberaron a la mañana siguiente.  “Le habían golpeado y estaba todo amoratado, pero estaba vivo.  A la mañana siguiente, tan pronto como recuperó la libertad, los tres, con nuestras mujeres e hijos, dejamos nuestras casas y nos marchamos a Salah al-Din”, explica Idriss, que todavía se siente incómodo al hablar de la situación y quien no quiere dar más detalles de cómo negoció con los secuestradores.

“Era lo único que podíamos hacer porque sabíamos que volverían a por nosotros.  Así pues, al día siguiente estábamos en una nueva ciudad, sin trabajo ni dinero.  Sin nada”. Desafortunadamente, esta es una historia que se repite con frecuencia en Iraq.

Durante los dos años siguientes, la familia de Idriss se quedó con unos parientes, que los mantenían. “Este ha sido el momento más duro de mi vida.  Mis hermanos y yo vivíamos de la caridad y, si teníamos suerte, trabajábamos esporádicamente para conseguir algo de dinero.   Todas las mañanas íbamos al mercado de la ciudad a ver si alguien nos contrataba ese día, pero casi siempre fracasábamos.  Ni siquiera teníamos dinero suficiente para comprar comida”.

A finales de 2008, los hermanos decidieron regresar a su pueblo.  Idriss explica que esperaban que, después de dos años, los terroristas se hubieran olvidado de ellos.  Además, habían oído que la situación había mejorado en Diyala, aunque seguía sin ser un lugar seguro.  “Estábamos dispuestos a arriesgarnos porque vivir en el exilio era demasiado difícil”, aclara.

Por fortuna, los amigos habían cuidado de sus propiedades mientras estuvieron fuera.  Tenían también algo de terreno, donde empezaron a cultivar comida para autoabastecerse.  “Si bien, en comparación con los dos años que pasamos en Salah al-Din, nuestra vida había mejorado, la situación seguía siendo muy difícil.  Ni mis hermanos ni yo teníamos trabajo”, explica Idriss.

“Mi hermano Muhaned, el más joven, estaba desempleado antes de marcharnos y seguía sin encontrar trabajo.  En cuanto a Kussai, aunque hubiera querido retomar su antiguo empleo, seguía teniendo mucho miedo de ir a la ciudad a diario y yo ya no tenía mi taxi”.

A mediados de 2010, la situación de la seguridad mejoró en Iraq y Kussai, que era contable, logró encontrar otro trabajo en una empresa local.  Como seguía teniendo miedo de moverse por la ciudad, todos los días, Muhaned o Idriss lo llevaban y lo recogían del trabajo

A principios de 2011, Idriss fue seleccionado como candidato para recibir una subvención en especie en el marco del Programa de seguridad y estabilización humana de la OIM.  Como tenía experiencia en la apicultura y poseía dos colmenas para uso personal, se le concedió una subvención para que desarrollase un negocio de producción de miel.  Así pues, se hizo con nueve colmenas, tres separadores de miel, una bomba, ropa especial, pesticidas e insecticidas.

También participó en un curso de la OIM de tres días de formación y orientación básica en apicultura.  “Me resultó muy útil.  Sobre todo, lo de cómo utilizar los pesticidas e insecticidas y proteger a las abejas.  Ya había oído algo al respecto, pero no lo había hecho antes.  Los expertos de la OIM me enseñaron mucho”, explica Idriss.

En un año, ha logrado establecer y gestionar un negocio de miel rentable.  Utiliza eucalipto, azahar y flores de limón, con las que sus abejas producen miel suficiente que le deja en torno a US$ 230 mensuales.  El kilo de miel se vende a unos US$ 28 y no logra producir tanto como para satisfacer la demanda.  “Hace poco, he comprado otras tres colmenas y, de nueve, he pasado a doce colonias”.

Tras años de lucha y desamparo, la familia casi se ha recuperado.  Actualmente, Idriss y Kussani ahorran para ayudar a que Muhaned, el benjamín, se aventure en la piscicultura.

“Para ser sincero, soy mucho más feliz como apicultor que como taxista.  Sin ofender, pero prefiero la compañía de las abejas.  En tiempos difíciles, son mucho más inofensivas que los seres humanos…”, concluye Idriss.