Migrant Stories

La noche que el río rugió

A sus 80 años de edad, María Estela Villalta vive con
miedo.

"No quiero ver el mar, no quiero ver el río" dice
mientras sus ojos se humedecen y desvía la mirada.

La noche del 7 de noviembre, una fuerte corriente de agua que
arrastraba el río Huiza la sacudió y se llevó
lo poco que poseía. "Yo apenas podía caminar, me
temblaban las piernas porque el agua me llegaba hasta acá",
rememora mientras señala su cintura y el cuerpo le vuelve a
temblar.

"Con un brazo llevaba a mi nieta pero oía a la otra
llorar y no podía encontrarla, estaba oscuro, no la
veía.  De repente la veo pasar, allá la llevaba
el agua y del pelo la agarré para quitársela al
río", recuerda mientras mira de lejos a su nieta de cuatro
años, que juega inocente con su hermana mayor.

El 7 de noviembre, un sistema de baja presión inusual
provocó lluvias sin precedentes causando inundaciones y
deslizamientos de tierra.  En menos de tres horas, el mar
entró sobre el río Huiza, desbordándolo y
arrastrando a su paso puentes, carreteras, casas y vidas
humanas.

"No veo nada porque perdí mis anteojos. 
También perdí mis dientes pero véala,
ahí está mi nieta, ella no extraña nada", dice
doña María Estela, quien permanece en un centro
colectivo del cantón de Melara.

Casi un mes después del desastre, 49 centros colectivos
permanecen abiertos albergando una población de 3198
personas que perdieron todo y están a la espera de ser
reubicadas.

Un equipo de la OIM visita los centros colectivos, realizando un
monitoreo diario que facilita la atención de las necesidades
de las personas que permanecen albergadas.

"El primer día que visite la zona afectada
encontré casas soterradas, había un olor
insoportable.  Un señor muy amable empezó a
enseñarme las casas o lo que quedaba de ellas y cuando
llegamos a la orilla del río, me enseño unos
ladrillos, la base donde había estado una casa; era la
suya", recuerda Víctor García, del equipo de
monitores de OIM.

García dice que la comunidad estaba organizada y el
señor había logrado refugiarse en una zona alta del
pueblo y así evitó ser arrastrado por la
corriente.  "Desde donde él estaba resguardado, vio el
río llevarse su casa y todas sus pertenencias.  Eso
debió ser muy doloroso, a mí me impresiono
mucho".

"Cuando uno visita el terreno se da cuenta que no es lo
mismo.  No es como lo que se ve en las noticias, es más
impresionante.  La gente ahora nos espera para conversar, para
desahogarse", asegura Yanira Hernández, quien forma parte
del equipo de monitoreo de OIM y ha visitado albergues en el
departamento de La Libertad.

En los primeros días del monitoreo las personas estaban
desesperadas.  La ayuda no había llegado y no
querían encuestas, querían ayuda.  Tres o cuatro
días de iniciado el monitoreo, su actitud fue cambiando",
explica Roxana Alvarenga, supervisora técnica de los
albergues de OIM.

"Al llegar a los centros, la gente estaba molesta, no
quería hablar, creían que no servía de nada
pero cuando la ayuda empezó a llegar, la actitud
también cambió y eso lo ayudaba a que uno
también se comprometiera más. Por ejemplo, en un
albergue que visite había casos de niños con diarrea
y lo reporté así que cuando hice la siguiente visita
las autoridades de Salud ya estaban ahí, atendiendo el
problema.  Nos hacía  sentir que nuestros reportes
eran valiosos y que mi trabajo era vital para ayudar a estas
personas", señala García.

Pero el trabajo de monitoreo realizado en el campo era solo el
inicio de una cadena de información para satisfacer las
necesidades de la población en centros colectivos. 
Después de recopilar  toda la información, esta
debía ser sistematizada y el proceso era largo y
confuso.

"En ocasiones había dos personas de organismos
gubernamentales diferentes que habían visitado el mismo
centro, llenando hojas diferentes, con datos que no
coincidían.  La labor de depuración era larga y
terminamos cerca de las 3 de la mañana cada día",
recuerda Rodolfo Landaverde, digitador de OIM para la
atención de centros colectivos.

Landaverde dice haber percibido un cambio gradual en la
transmisión de la información "Nuestra presencia en
el terreno nos permitió ganar confidencialidad con los
organismos gubernamentales que atendían centros colectivos,
ellos veían que nuestros reportes eran fiables",
añade.

"Gracias a los monitores pues ellos saben lo que necesitamos y
nos atienden.  Esta situación es difícil pero
nos han ayudado mucho", apunta la señora Juana Rogelia
Gálvez, quien a sus 84 años debe volver a empezar de
cero.

"Pero tengo que comer y acá estamos a salvo", dice
mientras enciende el fuego entre cuatro piedras que le
permitirán cocinar unos frijoles para ella, su hijo y su
nieta.

Para más información, favor comunicarse con

OIM-Prensa El Salvador

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